LA HUIDA
- ¿Le has
visto?
- No.
Las dos
figuras retrocedieron hacia el interior del apeadero, donde estaría el teléfono
más cercano, y yo volví a moverme en la dirección opuesta, orillando la vía
hasta alcanzar el primer matorral suficientemente alto para cubrirme. Me
condujo éste a unas casitas abandonadas, unos metros por encima de la fragosa
línea. Me atreví a salir a aquella calle, más bien calleja o camino, que
abandonaba ahí la breve población. En cuanto pude, me hurté en el cobijo de la
espesura. Era una tarde invernal, que se haría progresivamente más oscura
mientras yo caminaba. Conocía el terreno, y temía que la persecución hubiera
llegado a mi siguiente destino. Pero no había nadie ni nada en el refugio de
pescadores. Tenía la llave y mi único objetivo era recuperar mi mochila antes
de desaparecer, dejándolo cerrado a mis espaldas. No, no habría coches para la
siguiente etapa de mi fuga. En dos o tres jornadas, aproximadamente, de cortas
marchas nocturnas confiaba en atravesar este confín montuoso entre dos
provincias, y llegar a reunirme con el grupo que me esperaría desde pasado
mañana hasta dentro de una semana o más días al otro lado de la sierra,
albergados en un hotelito de montaña, dedicados al inocente deporte del
senderismo. Pero ya había cometido yo el primer error y no podía permitirme
pasar escondido aquellas primeras horas.
Poco poblado
jamás quería decir deshabitado, eso lo sabía perfectamente, y sabía que me
arriesgaba mucho caminando de día. ¿Debería esconderme, como iba a hacer según
el plan original, hasta que cerrase la oscuridad? Me pareció mayor el peligro
de ser cercado y atrapado allí mismo. ¿Cuándo oiría las primeras señales de mi
persecución?
Me agaché y
enfilé la alambrada más cercana. Atravesaría aquella finca hacia La Torre,
pequeña elevación donde podría emboscarme a otear lo que pasaba en la carretera
comarcal antes de continuar mi camino. Desde allí, por una de las dos laderas
de la rocosa cresta, cuya orientación este-oeste debería seguir para llegar al
punto por el que pensaba cruzar la carretera nacional. Había elegido esta
ruta previamente, y aún me parecía
la mejor. Sería ésa la primera etapa, si no me extraviaba en la oscuridad y si
el cuerpo me aguantaba. En cuanto empezara a alborear buscaría mi primer escondrijo
diurno, como tendría que estar haciendo ahora si no me hubiera sorprendido
aquel encuentro imprevisto al sortear el apeadero ferroviario.
Había a mi
favor la evidente imposibilidad de esconder el motor de un vehículo en aquella
salvaje soledad, y en mi contra casi todo lo demás, menos la luz que decaía
rápidamente, entre gruesos nubarrones que podían o no dar lluvia. Evitaría
todas las poblaciones pero, ¿y los agricultores, y los ganaderos, y los guardas
forestales, y las fuerzas policiales que pronto se desplegarían para
perseguirme? Por de pronto, debía pasar inadvertido, pero también avanzar,
alejándome de aquellos peligrosos andurriales. Obligué a mi pies, que parecían
quedarse pegados solos al suelo a cada mínima alarma (el volar estrepitoso de un
rabilargo, el lejano runrún de una mula mecánica, el encuentro de unas roderas
recientes en la finca) a despegarse de él una y otra vez, en una marcha que fue
progresivamente menos interrumpida. Coroné La Torre sin dificultades, y me
interné con gusto en el espesísimo matorral de jarales y carrascos que
encabezaba, donde mi estatura se perdía bajo brotes pegajosos y ramas
cimbreantes. Usé la brújula para desviarme lo menos posible, y también el
sentido común para no dejarme engañar por las escorrentías que, como dedos en
arcilla blanda, habían desordenado en estas laderas solanas las curvas de su
orografía. Temía menos la pequeña pista forestal que bordeaba este monte bajo,
surcado de senderillos de jabalí, que la carretera comarcal del otro lado de la
cresta rocosa. Calculé mentalmente cuánto tiempo tardarían, desplegándose desde
su línea, en alcanzarme los que treparan esa ladera y empezaran a descender
hacia mí. Había desgajado y atado brazadas vegetales que pudieran servirme de
camuflaje, y pronto hice mi marcha más sigilosa, pues ya escuchar me parecía
más importante que caminar rápidamente. Iba, por así decir, colgado de mi vista
y mis oídos, y mis sentidos y mis extremidades se pusieron de acuerdo en un
ritmo demorado, pero sostenido, que no me ensordeciera. Si alcanzaba a escuchar
la amenaza antes de que me alcanzara, me ocultaría agachándome aquí mismo…
ahora allí… ahora sería mejor dejarme caer en esa hondonada de piruétanos… Iba
pensando en como disponer sobre mi bulto los ramajes en cada momento, temiendo
mucho más que a los humanos, a sus perros y todos sus dispositivos para la
detección a distancia. A cada minuto, me suponía observado ya a través de unos
prismáticos, incluso de un satélite. A cada minuto…
Intentaba
continuamente calmarme. No, no había helicóperos, ningún transito audible en la
pista forestal, ninguna novedad en la continuada tranquilidad que allegaba el
crepúsculo… Hacía mucho, mucho tiempo que no pasaba una noche al raso, pero me
sentía bien equipado y dispuesto para esa contingencia. Me daban menos miedo
los focos, aún los halógenos despiadados de los cazadores de animales o de los
cazadores de hombres, que la reveladora claridad del sol que se iba acercando
al horizonte suroccidental, hallando, en la cobertura que aún lo rendía
invisible, pero no menos poderoso, rendijas para teñir de malvas y naranjas
aquel cielo empedrado de penachos nubosos. Fulgores. Y aunque la preocupación
fuera tanta, no pude sino comulgar con la paz de la tarde, que demoraba todavía
el momento del fracaso, cuando fuera atrapado. Una hora más, me dije, una hora
más y descansaré un rato. Di un sorbo a mi botella con su concentrado de
minerales, mastiqué una de las barritas de que me habían los compañeros
aprovisionado. Aunque la sierra tendría agua pura suficiente, me habían dado
también instrucciones para potabilizar, con un compuesto que olía a lejía, los
líquidos dudosos. Nadie quería que me pillara aquella vez una infección.
Botiquín de urgencia, provisiones, saco. Ni teléfono ni radio, a eso me había negado,
ya no por el riesgo que entrañara su uso, sino porque sabía que prefería no
saberlo. Mi único objetivo sería alcanzar el lugar acordado, y no quería vivir
la persecución de ningún otro modo que como blanco esquivo. Mis catalejos de
ver pájaros, sí, los conocía y me eran familiares su óptica y su peso, su
cordón, el mejor modo de impedir su balanceo. Sabía hasta qué punto podían
ralentizar una marcha, y los empleé lo menos posible. En la maleta, un
artilugio con visión nocturna del que sí me había dejado dotar, valorando su
evidente utilidad, aunque dudando del pánico que podrían llegar a inspirarme.
Pero la noche aún no había caído cuando hice mi primera parada.
Hasta aquí, me
creía relativamente a salvo, todo lo a salvo que permitía mi propia situación.
Me sentía, he de reconocerlo, más orgulloso de mí mismo de lo que jamás había
estado. Lo había hecho, lo había logrado. Escapar sería una segunda victoria,
pero la primera, la más importante, estaba conseguida. Todo mi ser se aplaudía
a sí mismo, pero no de un modo estruendoso. Simplemente, me sentía bien conmigo
mismo, orgulloso de lo que ya habría logrado. Eran unos momentos increíbles, y
disfruté de ellos sin abandonar mi vigilancia. Yo, que siempre me había sentido
tan constreñido, fracasado, impotente, obligado… Sí, los últimos meses de
angustia habían valido la pena. Lo había valido el esfuerzo de culminar la
operación. Sería inútil, pero al menos lo estábamos intentando, luchábamos ya
verdaderamente contra ellos, a los que nadie ni nada se oponía. El gobierno
comprado, la ciudadanía dócil o avasallada, los que se apuraban como caballos
uncidos a un carruaje, incapaces de soltarse de las varas y el collarín,
obligados a pelear toda su vida por objetivos que a otros beneficiaban.
Queríamos ser la piedra lanzada en el estanque, y las primeras ondulaciones de
la última y casi primera acción, la mía, estarían ya recorriendo el mapa
social, como las curvas de nivel recorren un mapa topográfico. Consulté mi
propio mapa. Esa misma hora, que tanto me deprimía otros días, que ayer mismo
había visto caer con angustia, miedo y recelo mientras viajaba en tren a mi
destino, que desde hacía años me costaba admirar en todo su sentido (cae la
noche, sí, y dentro de doce horas nacerá el nuevo día), se llenaba ahora de una
alegría insospechada. Claro que ayer aún lo tenía todo por hacer, y ahora
estaba hecho. Consumación decía la estrella vespertina, consumación la última
luz a la que reemprendí mi camino.
Era
esto, sí, lo que necesitaba. Había hecho bien en elegir esta vía de escape, por
insegura que fuera. Por mucho que avanzara, seguía muy cerca, aún sobre este
detallado mapa, del apeadero donde había cometido el error principal. Pero
pensar en ello de nada serviría. Como en cualquier otra marcha, me abstraía.
Caminar por la naturaleza siempre me ha producido el mismo efecto. Naturaleza…
¿Pero, aún en una ciudad, por áspero que resulte comprenderlo, acaso no
caminamos siempre en plena naturaleza?…
Entre todas las distinciones que han
perdido últimamente su sentido para mí, esto, haber aprendido a captar en plena
urbe que estaba en plena biosfera, en todo el alcance que tiene la expresión,
había sido seguramente uno de los cambios ideológicos de mayor importancia.
Pero caminar entre el asfalto y el hormigón de una comarca alicatada, es decir,
revestida con recubrimientos de origen artificial, donde la vida humana
predomina sobre la vegetal con una disparidad aplastante, poco tenía que ver
con el entorno lleno de vida no-humana donde mi yo humano se desplegaba con la misma
soltura que el pez entre las aguas, que la aérea mariposa en pleno vuelo. Aquí
mi inteligencia, mis sentidos, mi cerebro, mis miembros y mis órganos latían y
existían del modo más amable, encadenándose voluntariamente, como trepadora
silvestre en los derrubios de una vaguada, a los ritmos y pulsaciones de la
realidad en torno. Solazándose en ellos como quien viaja por la tierra
prometida desde siempre a su especie. Sí, si entendíamos bien aún aquel viejo
mito, en parte vengador y culpabilizante, en parte redentor y redimiente,
primero el paraíso y luego las fértiles praderas y bosques de cualquier
palestina eran los únicos lugares prometidos al hombre, a la humanidad, al
grupo de antropoides, a los listos primates, capaces de comprender y de prever,
de calcular y de medir, de escuchar, de sentir, de oler.
En ellos, de
ellos, todo había. Sin ellos, nada más que la muerte, la enfermedad, la
miseria, y, en último término, la completa destrucción podrían llegar a
avecinarse. Por eso luchaba, por las cifras de muertos ya anuales, contra la
lepra del planeta y sus agentes, contra los desposeedores del futuro. Señoritos
que no sólo dilapidaban un patrimonio colectivo, sino que condenaban a los más
inocentes a ser los más perjudicados por su causa. Niños del mañana, hijos del
hoy, que morirán cuando mis huesos se hayan secado ya durante decenas de años
al calor y a los fríos de la tierra. La muerte, que no excluye a nadie a largo
plazo, era sin duda mi principal maestra. Ella, mi conocimiento y mi
imaginación de qué sería estar muerto hace ya décadas, me han dado el valor de
existir ahora buscando, en un acto de existencia combatiente, hacerme más
humano y menos piedra. Si mañana, si esta misma noche, si dentro de un rato me
encuentran y consigo no dejarme prender sumisamente, obligándoles, con mi
capacidad de huida, a dispararme… (sé que no será así, sé que ellos serán más
rápidos, más fuertes, numerosos y astutos)… si eso sucediera puedo aún
alegrarme de haber dado este golpe a la repugnante tela de araña, a la malla de
convenciones y costumbres, de tópicos y engaños, que hasta hace poco tiempo me
tenían sujeto, como a todos, en la pasividad y el conformismo, en la
complicidad de no hacer nada para evitar los muertos, la pequeña o gran masacre
de mi especie a manos de algunos de sus miembros. En un país del que me he
llegado a sentir a veces tan ajeno como si no fuera el mío, donde he nacido, me
he criado, me he educado y vivido experimentando cada vez una mayor divergencia
y rechazo hacia algunas de sus peculiares señas de identidad, el terrorismo ha
sido una de las constantes de mi vida. El hombre pudo alunizar, pero era
americano y, pese a la televisión y a los mensajes de “representamos a toda la
humanidad”, Gagarin y los demás andaban por ahí, así que fue la muerte de
Carrero Blanco, así que fueron los muertos del Proceso de Burgos los
acontecimientos realmente relevantes de los primeros años de mi infancia,
cuando aún no tenía conciencia pero ya era consciente de las cosas. Y en la
actualidad, unos treinta años después, mientras mis coetáneos comulgan con más
o menos fervor (y los más fervorosos me dan realmente miedo) del sacramento del
búfalo hispano (sí, podéis considerar que las opiniones de un payaso merecieron
su nombre, y que toda la obra del autor ha de condenarse por ello), odiando el
terrorismo y abominando del terrorista –y del inmigrante- con todas las fuerzas
de su corazón, yo me indignaba cada vez más ante ese deplorable acto de
representación social. Sí, no hay nada más fácil que jugar a buenos y malos,
pero hacerse adulto es también no dejarse engañar como el niño aún impúber,
que, como Adán y Eva en el paraíso, no sabe desconfiar por sí mismo de nadie ni
de nada, ni del Dios ordenador (el que luego ordenaría algún diluvio, todavía
enseña flamígera, símbolo acaso del rústico aprendizaje del fuego) ni de la voz
de la serpiente, animal mudo donde los haya, por cierto.
Haber visto la
bufonada de ese bipartidismo que tanto se parece, a mi entender, al denostado
bipartidismo de la parcial democracia decimonónica, que es sin duda la historia
de la democracia en nuestro país ( y no lo son sin duda ni la historia
francesa, ni la historia británica, ni la historia italiana, ni la historia de
los Estados de América norte…), haberme atragantado con el espectábulo
insultante de esos supuestos debates televisados, una vez más el nodo sobre la pluralidad de opiniones y
de partidos políticos… No, si no había en ese plató represententes de todos los
grupos políticos votados en las cámaras, o aún representantes de todos los
grupos que concurrieran con sus papeletas en estas elecciones, el esperpéntico
binomio presidente-candidato de la “oposición” era una bofetada repetida
zafiamente hasta la sociedad, para todo el que creyera un poco en la validez de
la tan cacareada democracia. Era ciscarse en ella, vamos, como lo había sido la
anulación de la validez de cientos y cientos de votos a posteriori de la fecha
electoral. Los que votaron lo hicieron legalmente, ¿no? ¿Cómo podía entonces, a posteriori, desposeérseles de su principal
derecho democrático? Una democracia que hacía eso, enarbolasen sus líderes
pendones los fantasmas que enarbolasen, tocasen los clarines que tocasen,
soplasen los instrumentos invisibles que soplasen, no era democracia legal ni
según el espíritu ni según la letra de lo que todo estado es: una convención
jurídica.
Y en esas
mismas fechas, dos días concretamente antes de las elecciones, va y a alguien se le ocurre asesinar a un ex edil
socialista. La cobardía del acto, y hablo de cobardía en su sentido político,
pasaba a mi modo de ver porque no era ni contra la cúpula del gobiero, ni
contra el rey, jefe de estado, ni siquiera contra el candidato de la supuesta
oposición contra quienes habían enfocado sus miras los asesinos. ¿Un ex
concejal? No, no… Desde que
asesinaron a un Carrero Blanco, los terroristas oficiales de mi país habían
perdido, cuanto menos, puntería jurídica y política. Un regicidio, un
magnicido, puede ser considerado un acto político, aunque no, quizás, de buena
política. Cargarse a un cualquiera, al que no deja de ser un civil por más que
apoye al poder, me parece una salvajada carente de significación.
Pero
significación, ¡vaya si se la daban! Desde el punto de vista de la filosofía
política que ha llegado a surgir en nuestro país, la pragmática del
bipartidismo hacía medio para sus fines incluso de lo más bárbaro, la sangre
(la sangre y la ira visceral que ella genera, madre a su vez de otras sangres
futuras si no se atempera con caridad –amor- o raciocinio); y ese desprecio hacia
la muerte humana, unido a todo lo demás, les deslegitimaba aún más a mis ojos,
a los que hacía mucho tiempo que ambas formaciones les parecían más casta
privilegiada que autoridad merecedora de respeto. A mi modo de ver, una banda
de desalmados se había apoderado de los resortes democráticos, empleándolos
para sus propios fines. Malo, porque esos fines eran objetivamente dañinos: más
de cien mil muertos al año lo atestiguaban. Sólo había que consultar unas
estadísticas que (decenas y decenas de miles de víctimas, frente a unas
cuantas) no publicaban sonoramente los telediarios de cada día. Si lo hicieran…
¡Claro que habría alarma social! ¡Claro que muchos que ahora no lo entenderían
secundarían o no condenarían nuestros actos!
Muertos por
las partículas. Muertos por el CO2. Muertos por los metales. Por un sinnúmero
de venenos difundidos, artificial y voluntariamente, a sabiendas de lo que
hacen o hacían, en el agua, en el aire, en el alimento, en la tierra, en los
tejidos vivos, en pleno corazón de la biosfera.
Estos
pensamientos me hacían daño, y no respondían al espíritu de la marcha solitaria
que había emprendido. No cuando la luz caía, cuando la noche empezaba a
llenarlo todo y yo ya oteaba buscando resplandores malignos, cuando mis
músculos resentían las tres horas de caminata después de tantas tensiones, pero
se regocijaban al mismo tiempo de aflojarse moviéndose, distendiéndose y
contrayéndose al compás del latir de mi corazón, diástoles y sístoles que
quizás se habían acentuado más por el crepúsculo que por el esfuerzo, pues no
en balde somos animales diurnos, queredores de luz. Pero capaces también de
aprovechar la luna, y los cientos y cientos de personas que, allí donde no
había llegado la luz eléctrica a los caminos, los coches a los trayectos, se
desplazaban en la misma noche de mi meridiano me iban acompañando. El mismo
cielo nos cubría a todos, y yo, como otros muchos seguramente en este mundo de
ejércitos y persecuciones, agradecía su manto protector que sólo temía ver
desgarrarse en focos y linternas poderosas. No, la noche me decía más que el
día que si mi caza había comenzado, lo había hecho de manera tan insidiosa que
nada, sobre ella, me podían decir, por ahora, mi vista y mis oídos. La noche
había, tras el intenso crepitar de los últimos fuegos del día, cambiado los
rumores y las aves. Y su oscuridad, repito, me informaba mejor. Caminé más
tranquilo. Me sentí más seguro.
* * *
¿Dirán que fue un
accidente? No es crear terror ni miedo nuestra estrategia, sino la destrucción
de objetivos no humanos. Defender la vida a través de la violencia contra cosas
inertes… ¿no es acaso una estrategia lícita? Sin embargo, nos llamarán
terroristas y lanzarán contra nosotros todas sus fuerzas. Defenderán sus
negocios. Somos pocos, pero si la llamada cunde, y la crisis que se avecina
aprieta… Miro unos segundos sin ver las luces de la pista forestal, allí abajo,
allá enfrente. Sí, el primer coche está ahí. Se ha detenido… No, avanza. Parece
un turismo, pero ¿quién sabría distinguir con certeza a esta distancia qué
quieren decir sus luces, que trazan un camino fantasmagórico entre los troncos
añosos? Con un suave zumbido de preocupación, del que no me hago cargo hasta
que llevan un rato mis dientes y mis labios dejándolo escapar, y lo acallo de
nuevo, reanudo mi camino.
Presidente
y candidato. Profesional, pues, de la palabra, del mensaje público a pública
concurrencia. El día de aquella muerte preparábamos una manifestación para
protestar contra la duplicidad del mensaje en aquella última semana antes de
las votaciones. Aquí el candidato prometía desarrollo y progreso al viejo
estilo, el que nuestros políticos autonómicos llevaban amparando los últimos
años en plena impunidad y control de los medios públicos (y privados) de
comunicación social. Quedaba internet, pero ya la última ley permitiría cerrar
cualquiera de esos baluartes digitales de la libertad de expresión a cualquiera
de las (en la ley indeterminadas) “autoridades competentes”… Delegaciones y
subdelegaciones del gobierno, por ejemplo, podrían deshacer de un plumazo el
trabajo de años de buscar y difundir información, y de ganarse para esa
información una audiencia. A imitación del modelo italiano (¡en cuántas cosas
Berlusconi ha sido influyente en España!), sólo podrían mantener sin estar sujetos
a esa espada de Damocles un blog, por ejemplo, ni más ni menos que los
licenciados en periodismo: los profesionales, pues, de la anti información, los
primeros responsables y artistas del engaño, sus directos factores. Otra de las
posibilidades escasas de ejercicio democrático y de utilidad social que
quedaban sin controlar había sido minada, y pronto empezarían sus resortes a
saltar por los aires, en silenciosos estallidos que deberían hacernos sangrar a
todos los ciudadanos con un mínimo de comprensión de nuestro lugar en sociedad,
que no es el de súbditos ni siervos, el de acatadores y consentidores ocupados,
como animales de granja, en reproducirnos y producir sin ocuparnos de nada que
sobrepase los límites privados de nuestra estricta supervivencia. E incluso
para ello, para sobrevivir, colectivamente estábamos cada vez más solos, más
abandonados por el poder que debía protegernos, lo decían las estadísticas
sobre muertes, y también las del aumento de la pobreza, lo decían las cifras
oficiales de los sueldos, de las pensiones, de los subsidios cicateros que nada
conmovía, ni la más triste miseria y necesidad de una familia, de un individuo
sólo, de una comunidad tan frágil que podía deshilacharla cualquier soplo de
viento, dejando a sus miembros solos, solos en el seno de un estado que
derrochaba, que dilapidaba alegremente en bolsillos privados los dineros de sus
contribuyentes… En negocios privados, en saraos privados. Aquí, pues, decía sí
a lo mismo que los de aquí el candidato nacional de su mismo partido. Allí,
fuera de las fronteras de la comunidad donde había llevado a cabo mi propio
atentado, el mismo candidato denostaba esa industrialización y sus
consecuencias, hablaba de buscar, hipócritamente, alternativas. Ya no hay que
buscarlas. Sólo llevarlas a cabo, y él lo sabía, supongo. O quizás no, me da
igual. Por zote que fuera, la inteligencia debía bastarle para comprender que a
es a, pero a no es no a, y que por tanto mentía si defendía ambos términos. Y
no, un político no está autorizado a mentir, no puede decir a unos a y a otros
no a, sino atenerse a un programa de ideas y de acciones. Reaccionar para manifestar públicamente
que era un engaño electoral podía ser inútil, pero no injustificado. Hasta que
se difundió esa muerte imbécil, y los “políticos” del bipartidismo y sus
adláteres se llenaron la boca de suspender lo que restaba de campaña electoral.
A ellos, desde luego, cuanto más se acortara, mejor. El viejo refrán de “antes
se pilla a un mentiroso que a un cojo”, podía, incluso a ellos, que tenían los
medios más útiles para mentir (o para decir verdad) a su entera disposición,
haberles hecho daño otra vez. Aunque últimamente he votado, mi partido
preferido es el de la abstención. En la duda, abstente. Suspende tu juicio.
Medita. No apoyes. Sé al menos, en eso, prudente. Y si tantos dudan que queda
claro que la ciudadanía no da su apoyo al status quo, en una sociedad
democrática mejor que se suspenda el gobierno, para cambiar su forma. En mi
país, hacía falta, creía yo, un cambio de formas y fondos políticos. Hacía
falta, ya. Actuar en vez de votar o no votar, pasivamente, hamletianamente
sujetos a un dilema. Actuar, al menos, cuando lo tuvieras claro, y yo había
llegado, en la medida de mis fuerzas, a tenerlo así.
* * *
Miré
hacia atrás de nuevo. Las luces se habían apagado, o escondido. No, nunca he
hecho esto en toda mi vida, huir entre la maleza, otear en la oscuridad el paso
de un vehículo. Después de la paz de la tarde, la noche me había empujado a la
autojustificación mental, y el bolo de las razones pasaba una y otra vez por
mis estómagos mentales, a golpes de enzimas y de ácidos, de contracciones como
las del cuerpo de un animal sin patas. Respiré el frío no frío, la casi
aterciopelada calidad del aire que me envolvía. Por el aire…
Habíamos
hablado de la fecha. Habíamos, con anticipación, dispuesto todo, hasta los
planes, tan precarios, de mi huida después de la intentona. Todos, y yo el
primero, asumimos que sería presumiblemente un golpe fallido, pues siempre he
dudado de los proyectos en que he participado, y me sigue por la vida una larga
estela de fracasos. Desde los de mi carrera de medicina, abandonada una y otra
vez en la bioquímica. ¿Yo, resolver in
situ aquello?
Y
sin embargo, lo había logrado. A mis espaldas había dejado aquel exitoso
atentado contra de la propiedad privada.
La propiedad
privada… Desde que empezaron a coexistir en los mismos documentos, me imagino
que los derechos escritos han vivido noches y días, siglos enteros de
discusiones secretas, de acaloradas disensiones entre ellos. El derecho a la
propiedad y el derecho a la vida, liderando cada uno sus facciones. Uno le dice
al otro “parvenu!” Otro, escondiendo su bombín y su librea, le habla del rico
Epulón que atentó contra la propiedad de la pobre viuda, le pinta un mundo en
que el poderoso pudiera desposeer de lo que tiene al pobre, un mundo hobbesiano
de pujantes ladrones.
Imagino al
derecho a la vida y al derecho a la propiedad discutiendo así en la soledad de
los documentos cuando no son leídos. Uno le dice al otro: la sociedad civil se
basta y se sobra para punir y prevenir el robo. - Y es que el derecho a la vida
es filoanarquista de nacimiento, incluso prenatal, y el otro, ilustrado
también, está más bien con malthusianos que con latitudinarios, con señoritos y
grandes propietarios que con nadie. - Pues si la vida se reparte en igual
medida en cuanto vive, y no se puede decir de nadie ni de nada, sino en sentido
figurado, que posea más vida en su cuerpo vivo que otro en su propio cuerpo, la
propiedad privada, que no procede de la imparcial (algunos la consideran
despiadada) naturaleza, sino de la convención social del dinero y de la
realidad de la riqueza y de sus leyes de trasmisión y adquisición, es tan
dispar como sabemos: el tercio excluso que nada o casi nada tiene, la “élite”
que tiene tan gran parte, los otros ¿beneficiarios?, los otros pequeños
poseedores…
Eso se lo
lanzan a la cara un bando a otro: todos nacemos y morimos, todos necesitamos
respirar y movernos, todos somos humanos, pero no todos tenemos lo mismo en
materia de propiedad privada cuando nacemos. Al revés: unos tienen muchísimo y
otros, bien poco. Y si en un bien comúnmente repartido su protección universal
no puede sino beneficiar a todos… ¿qué decir de un bien –llámalo capital o
medios de producción, viene a ser lo mismo- que vive en plena polarización
desde que existe? Yo no le llamaría ni bien, si me preguntan. Ni derecho al
derecho de conservar lo que se tiene si ello es tan nocivo como creo que lo era el “bien”, la propiedad,
que he destruido.
De
noche, en sus archivadores de los años cincuenta, en los chips de los noventa,
en las venerables impresiones dieciochescas, si
hay que elegir, vida antes que preservar la propiedad privada. Antes que
preservar el empleo, también. Sí, hay jerarquías, lo siento. El bien común es
cuestión de todos, y por tanto cabe legislar para defenderlo, yo lo creo, aún
dentro de mi soberano escepticismo. Lo creo como en otro tiempo hubiera podido,
débilmente, creer en algún tipo de dios lejano, pero no malo, el dios de los
teístas, el de los agnósticos, quizás el de los panteístas o simplemente de los
que no se interesan mucho en cuestiones religiosas. Eso, no está mal si existe,
hubiera podido decir en otro siglo de un dios, como ahora aún puedo decir de
algunos ordenamientos. No de todos. La mayor
parte de ellos son terribles, malignos enemigos, y ojalá mi acto contribuyera a
resquebrajarlos lo antes posible. Qué les sustituya, bueno o malo, eso está más
allá de mi entender. Pero vegetar mirándolos, contemplando cómo actúan, con qué
frialdad mueven sicarios pegadores, con qué frialdad matan la vida y la
posibilidad de la vida, envenenadores y apropiadores de bienes indispensables
como el agua, el aire, la fertilidad de los suelos, los propios tejidos vivos,
incluso la energía… Destructores de la biosfera, son esos ordenamientos, sí,
mis enemigos, y si algo aún peor que este mundo globalizado del capitalismo
altamente evolucionado de principios del siglo XXI puede sobrevenir en el
futuro a consecuencia de mis actos… No, acallemos esa voz de mi conciencia: no
somos tan importantes. Una especie de seis mil millones de miembros es más un
hormiguero que un simple mamífero. No es posible especular con su futuro
social. En cambio, prever el futuro de la naturaleza no deja de ser, a no ser
que abandonemos a las tinieblas del escurecimiento toda la ciencia occidental
de los últimos siglos, algo tan sencillo que no fuera previsible el
calentamiento, que son previsibles, a grandes rasgos, la alteración de los
oceános, árticos y antártico y etcétera, que con sus tierras y continentes son,
en el puñado de grandes bloques en que cabe, como si de un dolmen, un toloi, o un sencillo castillo de naipes se
tratara, comprender la armazón del clima en el
planeta… Tumbándolos, como un sansón enorme de miles de millones de cabezas y
manos y actividades erguidos en cuerpo único, el edificio se nos puede caer en
las espaldas. ¿Perecer aplastados sin hacer nada por detener ese mecanismo?
¡Ay, si sólo fuéramos nosotros! Seguramente me hubiera quedado en casa. Pero no
he podido asumir no luchar contra la destrucción de todo lo demás. Si bárbaros
parecen aquellos hindúes, aquellos faraones, aquellos pueblos del Han que, no
queriendo morir solos, hacían perecer con ellos a sus familias y servidores, a
sus correligionarios o a sus herejes… ¿qué decir del que tanto arrastra, en
muertos humanos y en muerte no humana, en fin de los arrecifes de coral, de las
selvas malayas, del gran río amarillo, del ingente amazonas, de los prados, en
fin, de cualquier palestina, de los reductos, en fin, de todo paraíso…? ¿Seguir
vendiendo la herencia por un plato de lentejas, cuando incluso las lentejas
parece que van a volver a escasear?
* * *
Caminaba,
era noche, no hacía frío, hacía frío. Para mantenerme en la carrera, en el
camino, en la vereda, en el escondrijo, no hacía otra cosa: pensaba. Pensaba y
miraba, oía, reaccionaba… Descansaba, como ahora. Habían pasado tres horas y
media más. Había avanzado bien. La carretera… Sí, la cruzaría antes de
amanecer.
Que
nadie se confunda: el paraíso celestial y el paraíso terrenal no son lo mismo.
Uno es lo selvático, lo umbrío, lo difícil de cualquier ecosistema, aquello que
de él, durante milenios, respetamos, temimos, aprendimos a amar aunque no fuera
útil. El único que para mí, ateo, merece ser llamado edén. Y dios no transformó
el paraíso para castigar, privándole de él, al hombre: sólo lo expulsó hacia
otra tierra: al este del edén vivimos a partir de Adán y Eva los humanos. Y si
el mito de la creación hebraico tiene su grumo de verdad, para mí es que nos
sacaron de él el fuego y la palabra, por extensión, la cultura. El jardín de
las delicias cristiano o musulmán, un invento muy posterior, el tan traído y
llevado cielo… ese no me interesa, pero sin duda no es el mismo, no hay en él
arañas ni animales dañinos, no hay inclemencias, ni frío ni calor, ni miedo ni
desabrigo, ni nada que no sea deleitoso para el humano que lo pintó de una o de
otra forma, con imágenes, con música y con palabras, de la edad media a
nuestros días en la parte del mundo que llamamos occidente. ¿A dónde fuimos
tras la expulsión del edén, tan voluntaria y tan inconscientemente como nos
narra el mito? Por mi parte, creo que a buscar la tierra prometida, la tierra
de los pastores, agricultores y cazadores llamados, a grandes rasgos,
neolíticos o preindustriales, que existe desde antes y ha existido durante toda
la larga vida del mito que la contemporaneidad conoció como hebraico. Para
completar la referencia cultural, infierno es para mí un buen nombre para todo
lo demás: la rabiosa, la hiriente actualidad, donde la humanidad se divide en
dos: ejecutores y veedores de la crónica de una muerte anunciada, donde la
tierra prometida es un erial triste y violento, donde la misma tierra prometida
muere, y puede verse bien desde cualquier Jordania qué ha pasado en ella. Nacer
en Europa condenado a morir, o a malvivir entre enfermedades y miserias, eso ha
pasado desde que tenemos historia reciente: mírense los bosques de ahorcados por
robar en la Inglaterra de Moro, veánse el hacinamiento y la suciedad de los
fabriles barrios londinenses, véanse la desesperación de los soldados de las
guerras europeas y coloniales modernas, veánse los miserables de Victor Hugo y
la madre de Gorki. Veánse en los paisajes de mi país las picotas, los vallados,
los latifundios, estampas de Castelao, poemas de Curros y Rosalías, veánse
buscones y galeotes, veánse, si se prefiere, coplas… El infierno es el
sufrimiento ajeno y propio. La tierra prometida, la promesa de un medio
ambiente en que prosperar y reproducirse, generación tras generación, de la
tierra y las aguas, de los bosques, de las sabanas, de la pampa, de los
desiertos húmedos, las islas tropicales, los lugares polares, las tundras, los
Andes y los Tíbets, los bosques oceánicos, los bosques continentales, los
mediterráneos, los prados, las fincas, dehesas y selvas varios… Explotación
racional, intercambios y control de la población fueron las únicas claves
durante los cientos de miles de años en que el edén y la tierra prometida
coexistieron, y su término medio real, dio, es un hecho probado, puesto que
aquí estamos, de comer y vivir a innumerables grupos humanos, tan conectados
entre sí que parece un milagro, tan dispersos y aislados que parece otro
milagro, durante miles y miles de años… Pero básicamente, con todos nuestros
mitos varias veces milenarios, (y siempre habría alguno, pues contar historias
es sin duda tan antiguo como la humanidad seamos) hemos sido siempre una especie más en un planeta en que todos eran tan
reyes como súbditos de los únicos dioses: las fuerzas de la naturaleza. Y
quizás, no queremos ser otra cosa.
Habernos
erigidos, prometeicos e infernales, para lanzar la piedra de caín y romper la
frente de tantos y de tanto, puede haber sido un gesto bueno, pero yo no lo
creo. ¡Atrás, sí, atrás, progreso, no me importa gritarlo a los cuatro vientos
sin que un solo sonido, sin que un solo gesto delate mi pensamiento, como
tantas veces lo he hecho antes, hablando igual de solo que ahora, mientras oteo
sin fijarme en las estrellas, mujer de Lot buscando el resplandor que la hará
estatua de sal, congelada de miedo, atrás con casi todo lo que llamáis
progreso! ¡Deceleración inmediata del transporte! Comience, sí, la cría de
burros en España, resucite cuanto antes el arte ya perdido de arrieros, de
tiros y carruajes… Me valen trasnportes por el viento, trasnportes eólicos,
solares, acuáticos… Aprovechamiento racional, también, de las energías lentas,
deceleración lo más rápida posible, en el curso de una generación, (la
siguiente ya verá cómo lo hace, que tomen el poder cuando lo quieran, que lo
ejerzan desde ya como lo hagan, ellos serán los únicos amos del mundo humano
cuando yo y mi generación se muera) de las rápidas y dañinas. Mejora en la
distribución de la electricidad, desnuclearización de su producción en cuanto
quepa. No generar más residuos indestructibles, que bastantes existen ya.
Deceleración regulada y desregulación, meramente, de la producción,
conservación y manipulación de alimentos, regularización
tendente sólo y verdaderamente a su sanidad. Y descentralización,
descentralización, descentralización. Tanto se ha perdido de autosuficiencia y
conocimientos que el abismo exige temer a ese proceso, pero exige también, pues
tantos ya nos estamos cayendo en su agujero negro, intentar a toda costa y
cuanto antes invertir esas tendencias. Guarden el petróleo para luego, dejen de
explotarlo cuanto antes se pueda. El petróleo, el carbón, el gas son recursos
escasos, a salvanguardar para próximas generaciones, que igual puedan
aprovecharlos mejor que nosostros lo hicimos. Mercados cercanos, producciones
cercanas, y búsqueda, de una vez, de paz y subsistencia. Ser menos y
necesitarnos mutuamente cambiarán pronto las tornas de las guerras. La tan
devaluada vida humana, que se hace tan necesario proteger como mermar, aún
puede regularse con un buen golpe de aire en el carburador, un buen cambio de
marcha contra el “cuanto más, mejor”, contra el “de cualquier modo, se hace”,
contra el agujero negro y la cima blanca, ambos igualmente inhóspitos, pero
sólo el primero, según los físicos, real. Fin, en fin, del capital, del
capitalismo, remodelación completa del sistema financiero.
* * *
Un
programa que nadie votaría, o muy pocos lo hacen, en unas elecciones a fecha
dos mil algo en España. Las del año en que preparamos y ejecutamos nuestro
primer atentado. Si consiguiéramos llevarlo a cabo, una buena pitera en la
frente de uno de los grandes enemigos locales, el industrial propietario de la planta
que acabo de inutilizar, al menos, por unos meses, si hay suerte por unos años.
Una buena pedrada en toa la frente de algún
Goliat. Había otros objetivos, acaso más importantes (¡qué suerte tuvo David,
con un hombre solo, aunque fuera grande, delante!) pero primero él, ese bien
industrial en concreto. Primero esa vergüenza de la connivencia política con el
enemigo del bien público, la amistad y aún el amor y la adoración hacia su
beneficio privado, su venta fraudulenta como progreso público. “Le llaman
progreso y es la muerte”, rezaría el pie de lámina de la estampa que Castelao
hubiera dibujado en su honor. Muerte para unos cuantos viejos, muerte para unos
cuantos cancerosos, muerte para unos cuantos asmáticos o alérgicos o fumadores,
muerte en fin, para un montón de gente inocente de delito alguno, muertos,
enfermedades y ausencias que no se habrían producido sin ellos. Fumadores y
viejos muertos, niños enfermos o enfermizos que ayudarían, como ahora lo hacen,
a encubrir otras estadísticas posibles, otras relaciones que los investigadores
de la mortandad, al parecer de la prensa y de los medios de comunicación de
masas, no investigan. Y si de sanidad, es decir, de ausencia de enfermedad
hablamos… Muerte, cadáveres y
enfermos, pues, son resultado de sus obras y de las obras de sus cómplices,
pero nada pueden ¿ni saben? ellos, asegurados con su verdad objetiva sobre el
efecto de la contaminación industrial en los seres humanos, para detener este
proyecto, como otros… Este nuevo proyecto de quienes se ríen a carcajada
limpia, hasta amenazar romperse las mandíbulas de la risa que les entra, ante
la estampa de un burro, de un asno, de un pollino, como el símbolo de la
sostenibilidad en el pasado y también en el futuro. Sí, coches solares o
movidos por agua podrían existir. Traédnoslos, vendédnoslos, y volveremos a
trasnportar y a ir de un lado a otro a trabajar para vosotros. Hasta entonces,
huelga de…
¿Qué
me pasa? He empezado a transpirar y a delirar, bien lo noto.
Huelga
de burros activos: aunque sea para que vengan a vernos. Pero mejor, para crear
riqueza. Para cuando haga falta tenerla a mano, que ya lo hace. No podemos
abaratar los precios de todo trayéndolos de lejos, a expensas de nuestra propia
salud, de la de nuestros mayores, de la de la siguiente generación, la ya
nacida y la aún por venir. Son ellos los que la sufrirán.
No
sabemos si se puede parar… ¡Pero envejecer viéndola venir sin intentarlo!
Cuando era joven, me enseñaron, y lo creí, pues era ciencia pura, que la
Amazonía no podía seguir siendo desarbolada. Cuando me fui haciendo viejo, no
sólo la Amazonía, sino todo lo demás, no sólo cualquier lugar, sino todo los
demás.
Otra
razón para mi atentado ha sido ésta. No importa como las diga. Son siempre una
y las mismas.
* * *
Y sin embargo
antes aceptado, como tantos de mi generación, la idea de que el sistema
empobrece la tierra y la gente sin levantarme en armas. He sido, creo, un buen
ciudadano, incluso, por mi sumisión, un buen súbdito. He aceptado, como tantos
de mi generación, saber del Plan Cóndor, de torturadores y torturados, de
reprimidos y represores, de la herencia de las últimas guerras. Y no he hecho
nada más que salir a manifestarme ante delegaciones del gobierno que estaban,
ahora bien lo veo, simplemente vacías. He pedido el cero coma punto siete por
ciento, he dicho no a sucesivas guerras del golfo y pactos de las Azores y
desafueros de organizaciones mundiales sin ningún resultado más que la
corrupción y el despliegue metálico y mecánico de la muerte y el daño, sucesos
se sucedían, perfectamente sordos y ciegos a la bilis que tragué durante años
viendo las consecuencias de sus (¿mis?) actos. Y digo sus porque “nada de lo
humano me es ajeno” es una de las frases de mi pobre catecismo. He aceptado
tanto que hacía (¿hacían? ¿hacíamos?) sin abandonar nunca mi pacifismo
declarado y confeso. ¿Debo seguir aceptando, debía continuar igual, si cuanto
más sé, si cuanto más sabía, más cómplice me hago? Las dos balanzas (pues he
meditado, no ha sido mi acción irreflexiva) han basculado durante años en mi
conciencia: la del pacifismo, la de la indignación. Y finalmente se han
decantado. He tomado las armas, los explosivos, los percutores, no contra un
hombre, sino contra sus actos. Contra uno de sus objetos. No quiero sembrar el
terror, sino la firme y decidida renuncia a seguir siendo uno más entre los
síes que necesitan para alumbrar una mentira de legitimidad, cuando la
legitimidad, la del derecho en que creo, la del derecho que hay, la han
perdido. No es legítimo atentar contra la vida humana. No era, para mí,
moralmente aceptable seguir siendo pasivo, no pasar de la defensa al ataque,
considerándome con ello en ejercicio de mi potestad de ayuda al prójimo
amenazado. Prójimo próximo, prójimo menos próximo. No me he ido a Pekín. Me he
quedado aquí, en mi propio país, y he cometido un atentado que llamarán
terrorista. He hecho bien.
* * *
No
es agradable. Pienso (para relajarme, porque otra no me queda) en la marcha a
pie, en la tarde, en la noche solitaria. Pienso en la carretera que crucé, en
los kilómetros que aún hice, y en la emboscada en que luego me cazaron. Pienso
en el gas sobre la tierra. Pienso en todos los muertos que no son yo. Era mi
lado, pienso, cuando la huida ya ha acabado.
FIN
Uno de mis favoritos...Y no es tan joven, aquí
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