martes, 29 de mayo de 2012

ARTÍCULO: EL LINCE CON BOTAS, EL ANIMAL INVISIBLE


EL LINCE CON BOTAS: EL ANIMAL INVISIBLE

En el año 2000 empieza a materializarse por primera vez en Extremadura la (preexistente) ley de creación de la radio y la televisión autonómica, y a Libre Producciones, como empresa pionera y de trayectoria contrastable del sector audiovisual en dicha comunidad autónoma, se le pide una idea de contenidos. Presenta ésta entonces la propuesta de “EL LINCE CON BOTAS”, formato que cuajó en el de una serie documental con episodios de en torno a media hora de duración protagonizados por un animal invisible: invisible en la realidad de un medio ambiente humanizado donde, por la competencia de la explotación cinegética y otros usos humanos, no puede vivir su especie (lynx pardina) ni siquiera donde aún quedan bosques espesos y montes fragorosos (como el mons fragorum del actual Parque Natural Nacional de Monfragüe, ni éste a salvo de tiros); felino, pues, virtualmente extinto; invisible también en la ficción de cada uno de esos capítulos en que, como animal imaginario, habla por la voz de los locutores, conversa con los entrevistados, investiga sin saña ni rencor las extrañas actividades de los que ahora habitan y transforman paisajes que antaño patearon sus parientes silvestres.  Quería ser este lince con botas comedor de palabras, investigador de oficios, de experiencias y de saberes. Y de la serie iban a ser protagonistas, a fin de cuentas, unos seres humanos “capaces de casi todo, hasta de pararse a charlar con un animal invisible”.
Esa idea sería el punto de partida para el conjunto técnico y humano constituido por unha empresa privada con una dilatada experiencia previa de producción audiovisual en Extremadura, que pronto empezó a llevarla a cabo. Empezamos a trabajar en la producción, grabación, edición y realización, documentación y en los guiones de esa serie de reportajes documentales de temática variada, que llevaba en su título la orientación conservacionista, documentalista y viajera, y la referencia al mundo de los cuentos, que, como todo el mundo sabe, atan usualmente ficción con realidad.
Llegarían a sumar, uno a uno, en sendos períodos de trabajo loco, un total de doscientos noventa y uno capítulos realizados y emitidos (casi todos, no todos) en dos veces o “temporadas”. La primera, con ciento cuarenta y siete episodios elaborados a razón de tres a cinco por semana, entre os anos 2001 e 2002. La segunda, de ciento cuarenta y cuatro en similares condiciones, iniciada tres años más tarde. La pequeña historia de esas dos temporadas de “EL lince con botas” está ligada a la de la TV autonómica extremeña, algo más dilatada. 
Y es que hubo, en Extremadura, un primer intento o experimento de TV pública llamado “Canal Sur Extremadura”, que empezó a emitir en el año 2001. En su parrilla de programación, y como uno de los programas más resaltados, figuró desde el principio la primera temporada de la serie, de la cual se emitían varios capítulos cada semana. Se nos había hablado, a la gente de la empresa, en aquel primer acuerdo de dos años de “Lince” garantizados, y vistos los resultados favorables de las estadísticas de audiencia del programa, la aparente buena acogida pública, y otros indicios que nos parecían fiables, como las buenas críticas en artículos de prensa, los correos, comentarios telefónicos y cartas encomiásticas que recibíamos en la empresa con el tema de la serie, nada nos hacía suponer que fuera a ser verdad esta previsión para dos años.
Especialmente, confiábamos en la propia valía e interés de lo que conseguían trasmitir los entrevistados, y de lo que conseguían hacer los colaboradores del Lince con Botas: buscadores e localizadores in situ, abiertos unos y otros a compartir generosamente lo que eran o lo que sabían con quien fuera a preguntárselo con buenos modales y con algún conocimiento de causa e interés definido previos.
Sin embargo, muchos meses y capítulos antes de que acabasen esos dos años previstos, aquel “Canal Sur Extremadura”, tras sólo nueve meses de vida, por motivos políticos y sin avisos previos, dejó de súbito de existir. Imagínense el palo que llevamos.
Hubo luego, y hay todavía, el actual “Canal Extremadura TV”, que empezó a emitir en Navidades del 2005, también desde el principio con el “Lince” en su parrilla, tras el curioso “apagón autonómico” de tres años. Con el nuevo ente, en régimen de coproducción, se afrontó entonces la segunda temporada de la serie, con el equipo de producción original parcialmente reconstruido tras tres años de detención, y grandes muestras de interés inicial hacia la continuidad de la serie y  el trabajo de la empresa por parte del medio público.
En un caso, pudimos achacar a la pura mala suerte la pequeña catástrofe que, para la economía de la empresa productora, así como para las expectativas de los trabajadores, que habíamos desarrollado entre nosotros una buena relación profesional y de amistad, supuso la primera imprevista finalización de la serie.
En el segundo, nos fue aún más difícil asumirlo. El medio emisor “Canal Extremadura TV” descartó desde 2006 tanto comprar como contratar ni un segundo más de nuestro catálogo de producciones y proyectos, así como renovar la producción de una serie que, sin razonar sus motivos, dejó poco después de emitir, prefiriendo desde entonces contenidos de caracter y producción muy diferentes.
Y sin embargo, “El lince con botas” respondía notablemente a lo que la ley de creación de la RTV pública autonómica dictaba (y dicta, pues nadie la ha cambiado todavía) para este medio de comunicación en concreto: “contenidos culturales de calidad, no alienantes, degradantes ni escapistas”, que reflejasen “la pluralidad social de la comunidad” y que mostraran a los destinatarios (y pagadores) de este servicio público (es decir, a la ciudadanía extremeña a través de su administración autonómica) el paisaje natural y humano de la comunidad autónoma, su cultura. “El lince con botas” ofrecía, lógicamente, contenidos ajustados al llamado “criterio de proximidad” (por ley, las televisiones autonómicas tienen también éste entre sus requisitos de programación) y se ajustaba igualmente al criterio de ser producido por una empresa “autóctona” (de modo que la economía indirecta generada por el sector audiovisual revirtiese en la riqueza conjunta, en vez de convertir al medio en una especie de “fuga de capitales autonómicos”). El desarrollo del sector industrial audiovisual autonómico era (y es), por estos u otros motivos, uno de los principales objetivos que la Ley de creación del ente de radio y televisión extremeño trataba (y trata) en sus primeros párrafos.
Por contrato habían quedado especificadas entre el medio público y la empresa co-productora privada (privada e independiente, en este caso): uno sería libre y responsable a la hora de la emisión, otra lo sería a la hora de la pre y post producción de la serie en todos los aspectos de la autoría creativa y de la realización de “El lince con botas”, desde la idea original y el trabajo de cámara y sonido a la mesa de edición, pasando por la producción, la elección de los contenidos, la selección de los entrevistados y de los temas, etc. Las dos partes contratantes poseerían sendos “másters” de cada programa de la serie en formato broadcast televisivo profesional, y ambas compartirían cualquier beneficio económico futurible devendado de la serie al cincuenta por ciento.
En cuanto a nuestro enfoque, el mismo para las dos temporadas, me parecía correcto: emplear el medio público para que la gente hablase de algo que sabía y quería narrar, y que se viese y escuchase en la televisión del mejor modo posible. Conseguir que muchos cientos de personas pudieran trasmitir cosas que saben o hacen, “cosas”, quizás, que son. También experiencias vitales singulares y diversas. Y, entre ellas, además de los saberes académicos o científicos, nos decantamos en gran medida por la memoria vital, sobre modos de vida y de producción presentes y pasados, de personas de mediana edad y de personas añosas del medio rural, aunque también hubo capítulos sobre medios y en ambientes muy urbanos.
Estábamos, como se dijo a veces en las llamadas telefónicas a potenciales entrevistados y localizadores desde los teléfonos de la empresa, “embarcados en un proyecto apasionante”.

* * *

¿De qué trataba la serie? No catalogué entonces la primera temporada, aunque sabía que podría hacerlo (y recientemente lo hice a la hora de ordenar el “catálogo” que puede ya consultarse en la página web de la empresa productora -www.libreproducciones.com -)  siguiendo más o menos los mismos epígrafes temáticos que apliqué al intentar ordenar temáticamente la segunda. Se trataba, por ejemplo, de mostrar a la audiencia “pueblos y enclaves concretos de patrimonio cultural o artístico-histórico extremeño”. En la segunda temporada, contabilicé durante su producción un total de diecinueve episodios subsumidos en ese epígrafe. Se visitan, durante treinta minutos, diversos puntos de la geografía de las dos vastas provincias, normalmente contando con la participación de varios entrevistados en cada uno de ellos. 

 FIN DE LA PRIMERA PARTE DEL ARTÍCULO TRADUCIDO, PUBLICADO EN GALICIA HACE POCOS AÑOS, EN LA REVISTA DE AMIGOS DO MUSEO GALEGO AGRA. Para máis información, consultar o comentar. 

LA HUIDA

 La huida es un cuento viejo, porque hace años que lo escribí, y joven, por lo que se ha leído. Yo estoy encantada de haberlo obrado. Dice así:


LA HUIDA

- ¿Le has visto?
- No.
Las dos figuras retrocedieron hacia el interior del apeadero, donde estaría el teléfono más cercano, y yo volví a moverme en la dirección opuesta, orillando la vía hasta alcanzar el primer matorral suficientemente alto para cubrirme. Me condujo éste a unas casitas abandonadas, unos metros por encima de la fragosa línea. Me atreví a salir a aquella calle, más bien calleja o camino, que abandonaba ahí la breve población. En cuanto pude, me hurté en el cobijo de la espesura. Era una tarde invernal, que se haría progresivamente más oscura mientras yo caminaba. Conocía el terreno, y temía que la persecución hubiera llegado a mi siguiente destino. Pero no había nadie ni nada en el refugio de pescadores. Tenía la llave y mi único objetivo era recuperar mi mochila antes de desaparecer, dejándolo cerrado a mis espaldas. No, no habría coches para la siguiente etapa de mi fuga. En dos o tres jornadas, aproximadamente, de cortas marchas nocturnas confiaba en atravesar este confín montuoso entre dos provincias, y llegar a reunirme con el grupo que me esperaría desde pasado mañana hasta dentro de una semana o más días al otro lado de la sierra, albergados en un hotelito de montaña, dedicados al inocente deporte del senderismo. Pero ya había cometido yo el primer error y no podía permitirme pasar escondido aquellas primeras horas.
Poco poblado jamás quería decir deshabitado, eso lo sabía perfectamente, y sabía que me arriesgaba mucho caminando de día. ¿Debería esconderme, como iba a hacer según el plan original, hasta que cerrase la oscuridad? Me pareció mayor el peligro de ser cercado y atrapado allí mismo. ¿Cuándo oiría las primeras señales de mi persecución?
Me agaché y enfilé la alambrada más cercana. Atravesaría aquella finca hacia La Torre, pequeña elevación donde podría emboscarme a otear lo que pasaba en la carretera comarcal antes de continuar mi camino. Desde allí, por una de las dos laderas de la rocosa cresta, cuya orientación este-oeste debería seguir para llegar al punto por el que pensaba cruzar la carretera nacional. Había elegido esta ruta  previamente, y aún me parecía la mejor. Sería ésa la primera etapa, si no me extraviaba en la oscuridad y si el cuerpo me aguantaba. En cuanto empezara a alborear buscaría mi primer escondrijo diurno, como tendría que estar haciendo ahora si no me hubiera sorprendido aquel encuentro imprevisto al sortear el apeadero ferroviario.
Había a mi favor la evidente imposibilidad de esconder el motor de un vehículo en aquella salvaje soledad, y en mi contra casi todo lo demás, menos la luz que decaía rápidamente, entre gruesos nubarrones que podían o no dar lluvia. Evitaría todas las poblaciones pero, ¿y los agricultores, y los ganaderos, y los guardas forestales, y las fuerzas policiales que pronto se desplegarían para perseguirme? Por de pronto, debía pasar inadvertido, pero también avanzar, alejándome de aquellos peligrosos andurriales. Obligué a mi pies, que parecían quedarse pegados solos al suelo a cada mínima alarma (el volar estrepitoso de un rabilargo, el lejano runrún de una mula mecánica, el encuentro de unas roderas recientes en la finca) a despegarse de él una y otra vez, en una marcha que fue progresivamente menos interrumpida. Coroné La Torre sin dificultades, y me interné con gusto en el espesísimo matorral de jarales y carrascos que encabezaba, donde mi estatura se perdía bajo brotes pegajosos y ramas cimbreantes. Usé la brújula para desviarme lo menos posible, y también el sentido común para no dejarme engañar por las escorrentías que, como dedos en arcilla blanda, habían desordenado en estas laderas solanas las curvas de su orografía. Temía menos la pequeña pista forestal que bordeaba este monte bajo, surcado de senderillos de jabalí, que la carretera comarcal del otro lado de la cresta rocosa. Calculé mentalmente cuánto tiempo tardarían, desplegándose desde su línea, en alcanzarme los que treparan esa ladera y empezaran a descender hacia mí. Había desgajado y atado brazadas vegetales que pudieran servirme de camuflaje, y pronto hice mi marcha más sigilosa, pues ya escuchar me parecía más importante que caminar rápidamente. Iba, por así decir, colgado de mi vista y mis oídos, y mis sentidos y mis extremidades se pusieron de acuerdo en un ritmo demorado, pero sostenido, que no me ensordeciera. Si alcanzaba a escuchar la amenaza antes de que me alcanzara, me ocultaría agachándome aquí mismo… ahora allí… ahora sería mejor dejarme caer en esa hondonada de piruétanos… Iba pensando en como disponer sobre mi bulto los ramajes en cada momento, temiendo mucho más que a los humanos, a sus perros y todos sus dispositivos para la detección a distancia. A cada minuto, me suponía observado ya a través de unos prismáticos, incluso de un satélite. A cada minuto…
Intentaba continuamente calmarme. No, no había helicóperos, ningún transito audible en la pista forestal, ninguna novedad en la continuada tranquilidad que allegaba el crepúsculo… Hacía mucho, mucho tiempo que no pasaba una noche al raso, pero me sentía bien equipado y dispuesto para esa contingencia. Me daban menos miedo los focos, aún los halógenos despiadados de los cazadores de animales o de los cazadores de hombres, que la reveladora claridad del sol que se iba acercando al horizonte suroccidental, hallando, en la cobertura que aún lo rendía invisible, pero no menos poderoso, rendijas para teñir de malvas y naranjas aquel cielo empedrado de penachos nubosos. Fulgores. Y aunque la preocupación fuera tanta, no pude sino comulgar con la paz de la tarde, que demoraba todavía el momento del fracaso, cuando fuera atrapado. Una hora más, me dije, una hora más y descansaré un rato. Di un sorbo a mi botella con su concentrado de minerales, mastiqué una de las barritas de que me habían los compañeros aprovisionado. Aunque la sierra tendría agua pura suficiente, me habían dado también instrucciones para potabilizar, con un compuesto que olía a lejía, los líquidos dudosos. Nadie quería que me pillara aquella vez una infección. Botiquín de urgencia, provisiones, saco. Ni teléfono ni radio, a eso me había negado, ya no por el riesgo que entrañara su uso, sino porque sabía que prefería no saberlo. Mi único objetivo sería alcanzar el lugar acordado, y no quería vivir la persecución de ningún otro modo que como blanco esquivo. Mis catalejos de ver pájaros, sí, los conocía y me eran familiares su óptica y su peso, su cordón, el mejor modo de impedir su balanceo. Sabía hasta qué punto podían ralentizar una marcha, y los empleé lo menos posible. En la maleta, un artilugio con visión nocturna del que sí me había dejado dotar, valorando su evidente utilidad, aunque dudando del pánico que podrían llegar a inspirarme. Pero la noche aún no había caído cuando hice mi primera parada.
Hasta aquí, me creía relativamente a salvo, todo lo a salvo que permitía mi propia situación. Me sentía, he de reconocerlo, más orgulloso de mí mismo de lo que jamás había estado. Lo había hecho, lo había logrado. Escapar sería una segunda victoria, pero la primera, la más importante, estaba conseguida. Todo mi ser se aplaudía a sí mismo, pero no de un modo estruendoso. Simplemente, me sentía bien conmigo mismo, orgulloso de lo que ya habría logrado. Eran unos momentos increíbles, y disfruté de ellos sin abandonar mi vigilancia. Yo, que siempre me había sentido tan constreñido, fracasado, impotente, obligado… Sí, los últimos meses de angustia habían valido la pena. Lo había valido el esfuerzo de culminar la operación. Sería inútil, pero al menos lo estábamos intentando, luchábamos ya verdaderamente contra ellos, a los que nadie ni nada se oponía. El gobierno comprado, la ciudadanía dócil o avasallada, los que se apuraban como caballos uncidos a un carruaje, incapaces de soltarse de las varas y el collarín, obligados a pelear toda su vida por objetivos que a otros beneficiaban. Queríamos ser la piedra lanzada en el estanque, y las primeras ondulaciones de la última y casi primera acción, la mía, estarían ya recorriendo el mapa social, como las curvas de nivel recorren un mapa topográfico. Consulté mi propio mapa. Esa misma hora, que tanto me deprimía otros días, que ayer mismo había visto caer con angustia, miedo y recelo mientras viajaba en tren a mi destino, que desde hacía años me costaba admirar en todo su sentido (cae la noche, sí, y dentro de doce horas nacerá el nuevo día), se llenaba ahora de una alegría insospechada. Claro que ayer aún lo tenía todo por hacer, y ahora estaba hecho. Consumación decía la estrella vespertina, consumación la última luz a la que reemprendí mi camino.
Era esto, sí, lo que necesitaba. Había hecho bien en elegir esta vía de escape, por insegura que fuera. Por mucho que avanzara, seguía muy cerca, aún sobre este detallado mapa, del apeadero donde había cometido el error principal. Pero pensar en ello de nada serviría. Como en cualquier otra marcha, me abstraía. Caminar por la naturaleza siempre me ha producido el mismo efecto. Naturaleza… ¿Pero, aún en una ciudad, por áspero que resulte comprenderlo, acaso no caminamos siempre en plena naturaleza?…
 Entre todas las distinciones que han perdido últimamente su sentido para mí, esto, haber aprendido a captar en plena urbe que estaba en plena biosfera, en todo el alcance que tiene la expresión, había sido seguramente uno de los cambios ideológicos de mayor importancia. Pero caminar entre el asfalto y el hormigón de una comarca alicatada, es decir, revestida con recubrimientos de origen artificial, donde la vida humana predomina sobre la vegetal con una disparidad aplastante, poco tenía que ver con el entorno lleno de vida no-humana donde mi yo humano se desplegaba con la misma soltura que el pez entre las aguas, que la aérea mariposa en pleno vuelo. Aquí mi inteligencia, mis sentidos, mi cerebro, mis miembros y mis órganos latían y existían del modo más amable, encadenándose voluntariamente, como trepadora silvestre en los derrubios de una vaguada, a los ritmos y pulsaciones de la realidad en torno. Solazándose en ellos como quien viaja por la tierra prometida desde siempre a su especie. Sí, si entendíamos bien aún aquel viejo mito, en parte vengador y culpabilizante, en parte redentor y redimiente, primero el paraíso y luego las fértiles praderas y bosques de cualquier palestina eran los únicos lugares prometidos al hombre, a la humanidad, al grupo de antropoides, a los listos primates, capaces de comprender y de prever, de calcular y de medir, de escuchar, de sentir, de oler.
En ellos, de ellos, todo había. Sin ellos, nada más que la muerte, la enfermedad, la miseria, y, en último término, la completa destrucción podrían llegar a avecinarse. Por eso luchaba, por las cifras de muertos ya anuales, contra la lepra del planeta y sus agentes, contra los desposeedores del futuro. Señoritos que no sólo dilapidaban un patrimonio colectivo, sino que condenaban a los más inocentes a ser los más perjudicados por su causa. Niños del mañana, hijos del hoy, que morirán cuando mis huesos se hayan secado ya durante decenas de años al calor y a los fríos de la tierra. La muerte, que no excluye a nadie a largo plazo, era sin duda mi principal maestra. Ella, mi conocimiento y mi imaginación de qué sería estar muerto hace ya décadas, me han dado el valor de existir ahora buscando, en un acto de existencia combatiente, hacerme más humano y menos piedra. Si mañana, si esta misma noche, si dentro de un rato me encuentran y consigo no dejarme prender sumisamente, obligándoles, con mi capacidad de huida, a dispararme… (sé que no será así, sé que ellos serán más rápidos, más fuertes, numerosos y astutos)… si eso sucediera puedo aún alegrarme de haber dado este golpe a la repugnante tela de araña, a la malla de convenciones y costumbres, de tópicos y engaños, que hasta hace poco tiempo me tenían sujeto, como a todos, en la pasividad y el conformismo, en la complicidad de no hacer nada para evitar los muertos, la pequeña o gran masacre de mi especie a manos de algunos de sus miembros. En un país del que me he llegado a sentir a veces tan ajeno como si no fuera el mío, donde he nacido, me he criado, me he educado y vivido experimentando cada vez una mayor divergencia y rechazo hacia algunas de sus peculiares señas de identidad, el terrorismo ha sido una de las constantes de mi vida. El hombre pudo alunizar, pero era americano y, pese a la televisión y a los mensajes de “representamos a toda la humanidad”, Gagarin y los demás andaban por ahí, así que fue la muerte de Carrero Blanco, así que fueron los muertos del Proceso de Burgos los acontecimientos realmente relevantes de los primeros años de mi infancia, cuando aún no tenía conciencia pero ya era consciente de las cosas. Y en la actualidad, unos treinta años después, mientras mis coetáneos comulgan con más o menos fervor (y los más fervorosos me dan realmente miedo) del sacramento del búfalo hispano (sí, podéis considerar que las opiniones de un payaso merecieron su nombre, y que toda la obra del autor ha de condenarse por ello), odiando el terrorismo y abominando del terrorista –y del inmigrante- con todas las fuerzas de su corazón, yo me indignaba cada vez más ante ese deplorable acto de representación social. Sí, no hay nada más fácil que jugar a buenos y malos, pero hacerse adulto es también no dejarse engañar como el niño aún impúber, que, como Adán y Eva en el paraíso, no sabe desconfiar por sí mismo de nadie ni de nada, ni del Dios ordenador (el que luego ordenaría algún diluvio, todavía enseña flamígera, símbolo acaso del rústico aprendizaje del fuego) ni de la voz de la serpiente, animal mudo donde los haya, por cierto.
Haber visto la bufonada de ese bipartidismo que tanto se parece, a mi entender, al denostado bipartidismo de la parcial democracia decimonónica, que es sin duda la historia de la democracia en nuestro país ( y no lo son sin duda ni la historia francesa, ni la historia británica, ni la historia italiana, ni la historia de los Estados de América norte…), haberme atragantado con el espectábulo insultante de esos supuestos debates televisados, una vez más el nodo sobre la pluralidad de opiniones y de partidos políticos… No, si no había en ese plató represententes de todos los grupos políticos votados en las cámaras, o aún representantes de todos los grupos que concurrieran con sus papeletas en estas elecciones, el esperpéntico binomio presidente-candidato de la “oposición” era una bofetada repetida zafiamente hasta la sociedad, para todo el que creyera un poco en la validez de la tan cacareada democracia. Era ciscarse en ella, vamos, como lo había sido la anulación de la validez de cientos y cientos de votos a posteriori de la fecha electoral. Los que votaron lo hicieron legalmente, ¿no? ¿Cómo podía entonces, a posteriori, desposeérseles de su principal derecho democrático? Una democracia que hacía eso, enarbolasen sus líderes pendones los fantasmas que enarbolasen, tocasen los clarines que tocasen, soplasen los instrumentos invisibles que soplasen, no era democracia legal ni según el espíritu ni según la letra de lo que todo estado es: una convención jurídica.
Y en esas mismas fechas, dos días concretamente antes de las elecciones, va y a alguien se le ocurre asesinar a un ex edil socialista. La cobardía del acto, y hablo de cobardía en su sentido político, pasaba a mi modo de ver porque no era ni contra la cúpula del gobiero, ni contra el rey, jefe de estado, ni siquiera contra el candidato de la supuesta oposición contra quienes habían enfocado sus miras los asesinos. ¿Un ex concejal?  No, no… Desde que asesinaron a un Carrero Blanco, los terroristas oficiales de mi país habían perdido, cuanto menos, puntería jurídica y política. Un regicidio, un magnicido, puede ser considerado un acto político, aunque no, quizás, de buena política. Cargarse a un cualquiera, al que no deja de ser un civil por más que apoye al poder, me parece una salvajada carente de significación.
Pero significación, ¡vaya si se la daban! Desde el punto de vista de la filosofía política que ha llegado a surgir en nuestro país, la pragmática del bipartidismo hacía medio para sus fines incluso de lo más bárbaro, la sangre (la sangre y la ira visceral que ella genera, madre a su vez de otras sangres futuras si no se atempera con caridad –amor- o raciocinio); y ese desprecio hacia la muerte humana, unido a todo lo demás, les deslegitimaba aún más a mis ojos, a los que hacía mucho tiempo que ambas formaciones les parecían más casta privilegiada que autoridad merecedora de respeto. A mi modo de ver, una banda de desalmados se había apoderado de los resortes democráticos, empleándolos para sus propios fines. Malo, porque esos fines eran objetivamente dañinos: más de cien mil muertos al año lo atestiguaban. Sólo había que consultar unas estadísticas que (decenas y decenas de miles de víctimas, frente a unas cuantas) no publicaban sonoramente los telediarios de cada día. Si lo hicieran… ¡Claro que habría alarma social! ¡Claro que muchos que ahora no lo entenderían secundarían o no condenarían nuestros actos!
Muertos por las partículas. Muertos por el CO2. Muertos por los metales. Por un sinnúmero de venenos difundidos, artificial y voluntariamente, a sabiendas de lo que hacen o hacían, en el agua, en el aire, en el alimento, en la tierra, en los tejidos vivos, en pleno corazón de la biosfera. 
Estos pensamientos me hacían daño, y no respondían al espíritu de la marcha solitaria que había emprendido. No cuando la luz caía, cuando la noche empezaba a llenarlo todo y yo ya oteaba buscando resplandores malignos, cuando mis músculos resentían las tres horas de caminata después de tantas tensiones, pero se regocijaban al mismo tiempo de aflojarse moviéndose, distendiéndose y contrayéndose al compás del latir de mi corazón, diástoles y sístoles que quizás se habían acentuado más por el crepúsculo que por el esfuerzo, pues no en balde somos animales diurnos, queredores de luz. Pero capaces también de aprovechar la luna, y los cientos y cientos de personas que, allí donde no había llegado la luz eléctrica a los caminos, los coches a los trayectos, se desplazaban en la misma noche de mi meridiano me iban acompañando. El mismo cielo nos cubría a todos, y yo, como otros muchos seguramente en este mundo de ejércitos y persecuciones, agradecía su manto protector que sólo temía ver desgarrarse en focos y linternas poderosas. No, la noche me decía más que el día que si mi caza había comenzado, lo había hecho de manera tan insidiosa que nada, sobre ella, me podían decir, por ahora, mi vista y mis oídos. La noche había, tras el intenso crepitar de los últimos fuegos del día, cambiado los rumores y las aves. Y su oscuridad, repito, me informaba mejor. Caminé más tranquilo. Me sentí más seguro.

* * *

  ¿Dirán que fue un accidente? No es crear terror ni miedo nuestra estrategia, sino la destrucción de objetivos no humanos. Defender la vida a través de la violencia contra cosas inertes… ¿no es acaso una estrategia lícita? Sin embargo, nos llamarán terroristas y lanzarán contra nosotros todas sus fuerzas. Defenderán sus negocios. Somos pocos, pero si la llamada cunde, y la crisis que se avecina aprieta… Miro unos segundos sin ver las luces de la pista forestal, allí abajo, allá enfrente. Sí, el primer coche está ahí. Se ha detenido… No, avanza. Parece un turismo, pero ¿quién sabría distinguir con certeza a esta distancia qué quieren decir sus luces, que trazan un camino fantasmagórico entre los troncos añosos? Con un suave zumbido de preocupación, del que no me hago cargo hasta que llevan un rato mis dientes y mis labios dejándolo escapar, y lo acallo de nuevo, reanudo mi camino.
Presidente y candidato. Profesional, pues, de la palabra, del mensaje público a pública concurrencia. El día de aquella muerte preparábamos una manifestación para protestar contra la duplicidad del mensaje en aquella última semana antes de las votaciones. Aquí el candidato prometía desarrollo y progreso al viejo estilo, el que nuestros políticos autonómicos llevaban amparando los últimos años en plena impunidad y control de los medios públicos (y privados) de comunicación social. Quedaba internet, pero ya la última ley permitiría cerrar cualquiera de esos baluartes digitales de la libertad de expresión a cualquiera de las (en la ley indeterminadas) “autoridades competentes”… Delegaciones y subdelegaciones del gobierno, por ejemplo, podrían deshacer de un plumazo el trabajo de años de buscar y difundir información, y de ganarse para esa información una audiencia. A imitación del modelo italiano (¡en cuántas cosas Berlusconi ha sido influyente en España!), sólo podrían mantener sin estar sujetos a esa espada de Damocles un blog, por ejemplo, ni más ni menos que los licenciados en periodismo: los profesionales, pues, de la anti información, los primeros responsables y artistas del engaño, sus directos factores. Otra de las posibilidades escasas de ejercicio democrático y de utilidad social que quedaban sin controlar había sido minada, y pronto empezarían sus resortes a saltar por los aires, en silenciosos estallidos que deberían hacernos sangrar a todos los ciudadanos con un mínimo de comprensión de nuestro lugar en sociedad, que no es el de súbditos ni siervos, el de acatadores y consentidores ocupados, como animales de granja, en reproducirnos y producir sin ocuparnos de nada que sobrepase los límites privados de nuestra estricta supervivencia. E incluso para ello, para sobrevivir, colectivamente estábamos cada vez más solos, más abandonados por el poder que debía protegernos, lo decían las estadísticas sobre muertes, y también las del aumento de la pobreza, lo decían las cifras oficiales de los sueldos, de las pensiones, de los subsidios cicateros que nada conmovía, ni la más triste miseria y necesidad de una familia, de un individuo sólo, de una comunidad tan frágil que podía deshilacharla cualquier soplo de viento, dejando a sus miembros solos, solos en el seno de un estado que derrochaba, que dilapidaba alegremente en bolsillos privados los dineros de sus contribuyentes… En negocios privados, en saraos privados. Aquí, pues, decía sí a lo mismo que los de aquí el candidato nacional de su mismo partido. Allí, fuera de las fronteras de la comunidad donde había llevado a cabo mi propio atentado, el mismo candidato denostaba esa industrialización y sus consecuencias, hablaba de buscar, hipócritamente, alternativas. Ya no hay que buscarlas. Sólo llevarlas a cabo, y él lo sabía, supongo. O quizás no, me da igual. Por zote que fuera, la inteligencia debía bastarle para comprender que a es a, pero a no es no a, y que por tanto mentía si defendía ambos términos. Y no, un político no está autorizado a mentir, no puede decir a unos a y a otros no a, sino atenerse a un programa de ideas y de acciones.  Reaccionar para manifestar públicamente que era un engaño electoral podía ser inútil, pero no injustificado. Hasta que se difundió esa muerte imbécil, y los “políticos” del bipartidismo y sus adláteres se llenaron la boca de suspender lo que restaba de campaña electoral. A ellos, desde luego, cuanto más se acortara, mejor. El viejo refrán de “antes se pilla a un mentiroso que a un cojo”, podía, incluso a ellos, que tenían los medios más útiles para mentir (o para decir verdad) a su entera disposición, haberles hecho daño otra vez. Aunque últimamente he votado, mi partido preferido es el de la abstención. En la duda, abstente. Suspende tu juicio. Medita. No apoyes. Sé al menos, en eso, prudente. Y si tantos dudan que queda claro que la ciudadanía no da su apoyo al status quo, en una sociedad democrática mejor que se suspenda el gobierno, para cambiar su forma. En mi país, hacía falta, creía yo, un cambio de formas y fondos políticos. Hacía falta, ya. Actuar en vez de votar o no votar, pasivamente, hamletianamente sujetos a un dilema. Actuar, al menos, cuando lo tuvieras claro, y yo había llegado, en la medida de mis fuerzas, a tenerlo así.


* * *


Miré hacia atrás de nuevo. Las luces se habían apagado, o escondido. No, nunca he hecho esto en toda mi vida, huir entre la maleza, otear en la oscuridad el paso de un vehículo. Después de la paz de la tarde, la noche me había empujado a la autojustificación mental, y el bolo de las razones pasaba una y otra vez por mis estómagos mentales, a golpes de enzimas y de ácidos, de contracciones como las del cuerpo de un animal sin patas. Respiré el frío no frío, la casi aterciopelada calidad del aire que me envolvía. Por el aire…
Habíamos hablado de la fecha. Habíamos, con anticipación, dispuesto todo, hasta los planes, tan precarios, de mi huida después de la intentona. Todos, y yo el primero, asumimos que sería presumiblemente un golpe fallido, pues siempre he dudado de los proyectos en que he participado, y me sigue por la vida una larga estela de fracasos. Desde los de mi carrera de medicina, abandonada una y otra vez en la bioquímica. ¿Yo, resolver in situ aquello?
Y sin embargo, lo había logrado. A mis espaldas había dejado aquel exitoso atentado contra de la propiedad privada.
La propiedad privada… Desde que empezaron a coexistir en los mismos documentos, me imagino que los derechos escritos han vivido noches y días, siglos enteros de discusiones secretas, de acaloradas disensiones entre ellos. El derecho a la propiedad y el derecho a la vida, liderando cada uno sus facciones. Uno le dice al otro “parvenu!” Otro, escondiendo su bombín y su librea, le habla del rico Epulón que atentó contra la propiedad de la pobre viuda, le pinta un mundo en que el poderoso pudiera desposeer de lo que tiene al pobre, un mundo hobbesiano de pujantes ladrones.
Imagino al derecho a la vida y al derecho a la propiedad discutiendo así en la soledad de los documentos cuando no son leídos. Uno le dice al otro: la sociedad civil se basta y se sobra para punir y prevenir el robo. - Y es que el derecho a la vida es filoanarquista de nacimiento, incluso prenatal, y el otro, ilustrado también, está más bien con malthusianos que con latitudinarios, con señoritos y grandes propietarios que con nadie. - Pues si la vida se reparte en igual medida en cuanto vive, y no se puede decir de nadie ni de nada, sino en sentido figurado, que posea más vida en su cuerpo vivo que otro en su propio cuerpo, la propiedad privada, que no procede de la imparcial (algunos la consideran despiadada) naturaleza, sino de la convención social del dinero y de la realidad de la riqueza y de sus leyes de trasmisión y adquisición, es tan dispar como sabemos: el tercio excluso que nada o casi nada tiene, la “élite” que tiene tan gran parte, los otros ¿beneficiarios?, los otros pequeños poseedores…
Eso se lo lanzan a la cara un bando a otro: todos nacemos y morimos, todos necesitamos respirar y movernos, todos somos humanos, pero no todos tenemos lo mismo en materia de propiedad privada cuando nacemos. Al revés: unos tienen muchísimo y otros, bien poco. Y si en un bien comúnmente repartido su protección universal no puede sino beneficiar a todos… ¿qué decir de un bien –llámalo capital o medios de producción, viene a ser lo mismo- que vive en plena polarización desde que existe? Yo no le llamaría ni bien, si me preguntan. Ni derecho al derecho de conservar lo que se tiene si ello es tan nocivo como  creo que lo era el “bien”, la propiedad, que he destruido.
De noche, en sus archivadores de los años cincuenta, en los chips de los noventa, en las venerables impresiones dieciochescas, si hay que elegir, vida antes que preservar la propiedad privada. Antes que preservar el empleo, también. Sí, hay jerarquías, lo siento. El bien común es cuestión de todos, y por tanto cabe legislar para defenderlo, yo lo creo, aún dentro de mi soberano escepticismo. Lo creo como en otro tiempo hubiera podido, débilmente, creer en algún tipo de dios lejano, pero no malo, el dios de los teístas, el de los agnósticos, quizás el de los panteístas o simplemente de los que no se interesan mucho en cuestiones religiosas. Eso, no está mal si existe, hubiera podido decir en otro siglo de un dios, como ahora aún puedo decir de algunos ordenamientos. No de todos. La mayor parte de ellos son terribles, malignos enemigos, y ojalá mi acto contribuyera a resquebrajarlos lo antes posible. Qué les sustituya, bueno o malo, eso está más allá de mi entender. Pero vegetar mirándolos, contemplando cómo actúan, con qué frialdad mueven sicarios pegadores, con qué frialdad matan la vida y la posibilidad de la vida, envenenadores y apropiadores de bienes indispensables como el agua, el aire, la fertilidad de los suelos, los propios tejidos vivos, incluso la energía… Destructores de la biosfera, son esos ordenamientos, sí, mis enemigos, y si algo aún peor que este mundo globalizado del capitalismo altamente evolucionado de principios del siglo XXI puede sobrevenir en el futuro a consecuencia de mis actos… No, acallemos esa voz de mi conciencia: no somos tan importantes. Una especie de seis mil millones de miembros es más un hormiguero que un simple mamífero. No es posible especular con su futuro social. En cambio, prever el futuro de la naturaleza no deja de ser, a no ser que abandonemos a las tinieblas del escurecimiento toda la ciencia occidental de los últimos siglos, algo tan sencillo que no fuera previsible el calentamiento, que son previsibles, a grandes rasgos, la alteración de los oceános, árticos y antártico y etcétera, que con sus tierras y continentes son, en el puñado de grandes bloques en que cabe, como si de un dolmen, un toloi, o un sencillo castillo de naipes se tratara, comprender la armazón del clima en el planeta… Tumbándolos, como un sansón enorme de miles de millones de cabezas y manos y actividades erguidos en cuerpo único, el edificio se nos puede caer en las espaldas. ¿Perecer aplastados sin hacer nada por detener ese mecanismo? ¡Ay, si sólo fuéramos nosotros! Seguramente me hubiera quedado en casa. Pero no he podido asumir no luchar contra la destrucción de todo lo demás. Si bárbaros parecen aquellos hindúes, aquellos faraones, aquellos pueblos del Han que, no queriendo morir solos, hacían perecer con ellos a sus familias y servidores, a sus correligionarios o a sus herejes… ¿qué decir del que tanto arrastra, en muertos humanos y en muerte no humana, en fin de los arrecifes de coral, de las selvas malayas, del gran río amarillo, del ingente amazonas, de los prados, en fin, de cualquier palestina, de los reductos, en fin, de todo paraíso…? ¿Seguir vendiendo la herencia por un plato de lentejas, cuando incluso las lentejas parece que van a volver a escasear?


* * *

Caminaba, era noche, no hacía frío, hacía frío. Para mantenerme en la carrera, en el camino, en la vereda, en el escondrijo, no hacía otra cosa: pensaba. Pensaba y miraba, oía, reaccionaba… Descansaba, como ahora. Habían pasado tres horas y media más. Había avanzado bien. La carretera… Sí, la cruzaría antes de amanecer. 
Que nadie se confunda: el paraíso celestial y el paraíso terrenal no son lo mismo. Uno es lo selvático, lo umbrío, lo difícil de cualquier ecosistema, aquello que de él, durante milenios, respetamos, temimos, aprendimos a amar aunque no fuera útil. El único que para mí, ateo, merece ser llamado edén. Y dios no transformó el paraíso para castigar, privándole de él, al hombre: sólo lo expulsó hacia otra tierra: al este del edén vivimos a partir de Adán y Eva los humanos. Y si el mito de la creación hebraico tiene su grumo de verdad, para mí es que nos sacaron de él el fuego y la palabra, por extensión, la cultura. El jardín de las delicias cristiano o musulmán, un invento muy posterior, el tan traído y llevado cielo… ese no me interesa, pero sin duda no es el mismo, no hay en él arañas ni animales dañinos, no hay inclemencias, ni frío ni calor, ni miedo ni desabrigo, ni nada que no sea deleitoso para el humano que lo pintó de una o de otra forma, con imágenes, con música y con palabras, de la edad media a nuestros días en la parte del mundo que llamamos occidente. ¿A dónde fuimos tras la expulsión del edén, tan voluntaria y tan inconscientemente como nos narra el mito? Por mi parte, creo que a buscar la tierra prometida, la tierra de los pastores, agricultores y cazadores llamados, a grandes rasgos, neolíticos o preindustriales, que existe desde antes y ha existido durante toda la larga vida del mito que la contemporaneidad conoció como hebraico. Para completar la referencia cultural, infierno es para mí un buen nombre para todo lo demás: la rabiosa, la hiriente actualidad, donde la humanidad se divide en dos: ejecutores y veedores de la crónica de una muerte anunciada, donde la tierra prometida es un erial triste y violento, donde la misma tierra prometida muere, y puede verse bien desde cualquier Jordania qué ha pasado en ella. Nacer en Europa condenado a morir, o a malvivir entre enfermedades y miserias, eso ha pasado desde que tenemos historia reciente: mírense los bosques de ahorcados por robar en la Inglaterra de Moro, veánse el hacinamiento y la suciedad de los fabriles barrios londinenses, véanse la desesperación de los soldados de las guerras europeas y coloniales modernas, veánse los miserables de Victor Hugo y la madre de Gorki. Veánse en los paisajes de mi país las picotas, los vallados, los latifundios, estampas de Castelao, poemas de Curros y Rosalías, veánse buscones y galeotes, veánse, si se prefiere, coplas… El infierno es el sufrimiento ajeno y propio. La tierra prometida, la promesa de un medio ambiente en que prosperar y reproducirse, generación tras generación, de la tierra y las aguas, de los bosques, de las sabanas, de la pampa, de los desiertos húmedos, las islas tropicales, los lugares polares, las tundras, los Andes y los Tíbets, los bosques oceánicos, los bosques continentales, los mediterráneos, los prados, las fincas, dehesas y selvas varios… Explotación racional, intercambios y control de la población fueron las únicas claves durante los cientos de miles de años en que el edén y la tierra prometida coexistieron, y su término medio real, dio, es un hecho probado, puesto que aquí estamos, de comer y vivir a innumerables grupos humanos, tan conectados entre sí que parece un milagro, tan dispersos y aislados que parece otro milagro, durante miles y miles de años… Pero básicamente, con todos nuestros mitos varias veces milenarios, (y siempre habría alguno, pues contar historias es sin duda tan antiguo como la humanidad seamos) hemos sido siempre una especie más en un planeta en que todos eran tan reyes como súbditos de los únicos dioses: las fuerzas de la naturaleza. Y quizás, no queremos ser otra cosa.
Habernos erigidos, prometeicos e infernales, para lanzar la piedra de caín y romper la frente de tantos y de tanto, puede haber sido un gesto bueno, pero yo no lo creo. ¡Atrás, sí, atrás, progreso, no me importa gritarlo a los cuatro vientos sin que un solo sonido, sin que un solo gesto delate mi pensamiento, como tantas veces lo he hecho antes, hablando igual de solo que ahora, mientras oteo sin fijarme en las estrellas, mujer de Lot buscando el resplandor que la hará estatua de sal, congelada de miedo, atrás con casi todo lo que llamáis progreso! ¡Deceleración inmediata del transporte! Comience, sí, la cría de burros en España, resucite cuanto antes el arte ya perdido de arrieros, de tiros y carruajes… Me valen trasnportes por el viento, trasnportes eólicos, solares, acuáticos… Aprovechamiento racional, también, de las energías lentas, deceleración lo más rápida posible, en el curso de una generación, (la siguiente ya verá cómo lo hace, que tomen el poder cuando lo quieran, que lo ejerzan desde ya como lo hagan, ellos serán los únicos amos del mundo humano cuando yo y mi generación se muera) de las rápidas y dañinas. Mejora en la distribución de la electricidad, desnuclearización de su producción en cuanto quepa. No generar más residuos indestructibles, que bastantes existen ya. Deceleración regulada y desregulación, meramente, de la producción, conservación y manipulación de alimentos, regularización tendente sólo y verdaderamente a su sanidad. Y descentralización, descentralización, descentralización. Tanto se ha perdido de autosuficiencia y conocimientos que el abismo exige temer a ese proceso, pero exige también, pues tantos ya nos estamos cayendo en su agujero negro, intentar a toda costa y cuanto antes invertir esas tendencias. Guarden el petróleo para luego, dejen de explotarlo cuanto antes se pueda. El petróleo, el carbón, el gas son recursos escasos, a salvanguardar para próximas generaciones, que igual puedan aprovecharlos mejor que nosostros lo hicimos. Mercados cercanos, producciones cercanas, y búsqueda, de una vez, de paz y subsistencia. Ser menos y necesitarnos mutuamente cambiarán pronto las tornas de las guerras. La tan devaluada vida humana, que se hace tan necesario proteger como mermar, aún puede regularse con un buen golpe de aire en el carburador, un buen cambio de marcha contra el “cuanto más, mejor”, contra el “de cualquier modo, se hace”, contra el agujero negro y la cima blanca, ambos igualmente inhóspitos, pero sólo el primero, según los físicos, real. Fin, en fin, del capital, del capitalismo, remodelación completa del sistema financiero.

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Un programa que nadie votaría, o muy pocos lo hacen, en unas elecciones a fecha dos mil algo en España. Las del año en que preparamos y ejecutamos nuestro primer atentado. Si consiguiéramos llevarlo a cabo, una buena pitera en la frente de uno de los grandes enemigos locales, el industrial propietario de la planta que acabo de inutilizar, al menos, por unos meses, si hay suerte por unos años. Una buena pedrada en toa la frente de algún Goliat. Había otros objetivos, acaso más importantes (¡qué suerte tuvo David, con un hombre solo, aunque fuera grande, delante!) pero primero él, ese bien industrial en concreto. Primero esa vergüenza de la connivencia política con el enemigo del bien público, la amistad y aún el amor y la adoración hacia su beneficio privado, su venta fraudulenta como progreso público. “Le llaman progreso y es la muerte”, rezaría el pie de lámina de la estampa que Castelao hubiera dibujado en su honor. Muerte para unos cuantos viejos, muerte para unos cuantos cancerosos, muerte para unos cuantos asmáticos o alérgicos o fumadores, muerte en fin, para un montón de gente inocente de delito alguno, muertos, enfermedades y ausencias que no se habrían producido sin ellos. Fumadores y viejos muertos, niños enfermos o enfermizos que ayudarían, como ahora lo hacen, a encubrir otras estadísticas posibles, otras relaciones que los investigadores de la mortandad, al parecer de la prensa y de los medios de comunicación de masas, no investigan. Y si de sanidad, es decir, de ausencia de enfermedad hablamos…  Muerte, cadáveres y enfermos, pues, son resultado de sus obras y de las obras de sus cómplices, pero nada pueden ¿ni saben? ellos, asegurados con su verdad objetiva sobre el efecto de la contaminación industrial en los seres humanos, para detener este proyecto, como otros… Este nuevo proyecto de quienes se ríen a carcajada limpia, hasta amenazar romperse las mandíbulas de la risa que les entra, ante la estampa de un burro, de un asno, de un pollino, como el símbolo de la sostenibilidad en el pasado y también en el futuro. Sí, coches solares o movidos por agua podrían existir. Traédnoslos, vendédnoslos, y volveremos a trasnportar y a ir de un lado a otro a trabajar para vosotros. Hasta entonces, huelga de…
¿Qué me pasa? He empezado a transpirar y a delirar, bien lo noto.
Huelga de burros activos: aunque sea para que vengan a vernos. Pero mejor, para crear riqueza. Para cuando haga falta tenerla a mano, que ya lo hace. No podemos abaratar los precios de todo trayéndolos de lejos, a expensas de nuestra propia salud, de la de nuestros mayores, de la de la siguiente generación, la ya nacida y la aún por venir. Son ellos los que la sufrirán.
No sabemos si se puede parar… ¡Pero envejecer viéndola venir sin intentarlo! Cuando era joven, me enseñaron, y lo creí, pues era ciencia pura, que la Amazonía no podía seguir siendo desarbolada. Cuando me fui haciendo viejo, no sólo la Amazonía, sino todo lo demás, no sólo cualquier lugar, sino todo los demás.
Otra razón para mi atentado ha sido ésta. No importa como las diga. Son siempre una y las mismas.

* * *
Y sin embargo antes aceptado, como tantos de mi generación, la idea de que el sistema empobrece la tierra y la gente sin levantarme en armas. He sido, creo, un buen ciudadano, incluso, por mi sumisión, un buen súbdito. He aceptado, como tantos de mi generación, saber del Plan Cóndor, de torturadores y torturados, de reprimidos y represores, de la herencia de las últimas guerras. Y no he hecho nada más que salir a manifestarme ante delegaciones del gobierno que estaban, ahora bien lo veo, simplemente vacías. He pedido el cero coma punto siete por ciento, he dicho no a sucesivas guerras del golfo y pactos de las Azores y desafueros de organizaciones mundiales sin ningún resultado más que la corrupción y el despliegue metálico y mecánico de la muerte y el daño, sucesos se sucedían, perfectamente sordos y ciegos a la bilis que tragué durante años viendo las consecuencias de sus (¿mis?) actos. Y digo sus porque “nada de lo humano me es ajeno” es una de las frases de mi pobre catecismo. He aceptado tanto que hacía (¿hacían? ¿hacíamos?) sin abandonar nunca mi pacifismo declarado y confeso. ¿Debo seguir aceptando, debía continuar igual, si cuanto más sé, si cuanto más sabía, más cómplice me hago? Las dos balanzas (pues he meditado, no ha sido mi acción irreflexiva) han basculado durante años en mi conciencia: la del pacifismo, la de la indignación. Y finalmente se han decantado. He tomado las armas, los explosivos, los percutores, no contra un hombre, sino contra sus actos. Contra uno de sus objetos. No quiero sembrar el terror, sino la firme y decidida renuncia a seguir siendo uno más entre los síes que necesitan para alumbrar una mentira de legitimidad, cuando la legitimidad, la del derecho en que creo, la del derecho que hay, la han perdido. No es legítimo atentar contra la vida humana. No era, para mí, moralmente aceptable seguir siendo pasivo, no pasar de la defensa al ataque, considerándome con ello en ejercicio de mi potestad de ayuda al prójimo amenazado. Prójimo próximo, prójimo menos próximo. No me he ido a Pekín. Me he quedado aquí, en mi propio país, y he cometido un atentado que llamarán terrorista. He hecho bien.

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No es agradable. Pienso (para relajarme, porque otra no me queda) en la marcha a pie, en la tarde, en la noche solitaria. Pienso en la carretera que crucé, en los kilómetros que aún hice, y en la emboscada en que luego me cazaron. Pienso en el gas sobre la tierra. Pienso en todos los muertos que no son yo. Era mi lado, pienso, cuando la huida ya ha acabado.
FIN